20081018

El alcohol te hace atacar


Ya muchos conocen los alcances que tiene este brebaje en las funciones sicomotoras de nuestros cerebros. Todos han tenido este tipo de experiencias, yo contaré la mía.

Hace mucho tiempo en una comuna, de cuyo nombre no quiero acordarme, yo visitaba a un amigo que se encontraba festejando su cumpleaños. Como es bien sabido en estas fiestas no falta la bebida, y esta no era la excepción.

Después de hacer vida social con la gente que jamás había visto en mi vida, y que hasta ahora no he vuelto a ver (de hecho todavía me cuestiono si fueron ilusiones producidas por el ron), me percataba de que ya había ingerido mucho elixir etílico, por lo cual, procedía a retirarme de la presencia de mis nuevos “amigos”. Al escapar del vicio, algo mareado y torpe, revisé el celular para verificar si todavía era de noche. Cuando observé la hora, me di cuenta que tenía que marcar tarjeta o mi viejo me esperaría con un palo de dos metros para recordarme la falta cometida.

Así procedí a hacer el contacto con mi padre, alrededor de las 4:30. Cuando contestó, yo perdí esa sensación del alcoholismo (forzando a mi hígado a trabajar más), para hablarle en un seudo español, que la mejor opción era quedarme allá. Entre ese intento por forjar palabras medianamente comprensibles para un ser humano, yo con el teléfono en mano, deambulaba sin rumbo alrededor de la casa de mi amigo (quizás eran los nervios los que me hacían caminar), de cualquier forma, no fue algo inteligente de mi parte.

A la deriva, mientras hablaba con mi papá, la marea me llevó hacía la pieza de la mamá de mi amigo. Yo sin darme cuenta entré y salí, concentrado siempre en la conversación. Al salir de su habitación, ya despidiéndome de mi viejo (que por suerte estaba muy cansado para darme color), me encuentro cara a cara con la mamá de mí amigo. Ella enojada me dice: “Oie patudo, que haces entrando en mi pieza. Ni siquiera me conoces” y yo, como un caballero bajo la influencia del alcohol, solo atiné a decirle: “Bueno, con unas piscolas nos podemos conocer”.

Al meditar un momento lo que dije, con la poca conciencia que me quedaba, me percaté de la estupidez que había hecho. Pero ya era tarde, miré hacía atrás y todos esos nuevos “amigos” que había conocido habían escuchado la extraña declaración. En medio de las carcajadas, me sumergí en la pieza de mi colega y me quedé allí hasta el otro día.

A la mañana siguiente, la mamá nos trajo tortita y todos comieron felices de la vida, menos yo, que cuando la mamá me pasó la torta me dijo: “¿Cómo durmió mi pretendiente?”. Para declararme de esa forma, hay que ser muy careraja.

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